El fuego y el rescoldo

Marco Antonio Madrid

Foto de José Amador Martín

Primero fue el asombro. El hombre, una partícula infinitesimal en el devenir, contempla absorto el universo. Luego, sobreponiéndose a su pequeñez y a su condición efímera, filosofa y poetiza. De esta forma, filosofía y poesía emergen del estupor como esferas gnoseológicas, como instrumentos de un conocer.

Entendemos que la poesía y la filosofía se hermanan, que entre ellas hay vasos comunicantes, pero también sabemos que hay diferencias, pues la filosofía será siempre una búsqueda y la poesía, un hallazgo. Para ilustrar este hecho recordemos las etimologías: el philosophos griego es un enamorado del conocimiento, contrario al sophos o sabio que tiene la certeza de un saber permanente e irrefutable. De esta forma, la figura del filósofo ha pasado a la historia como una suerte de antonomasia, como el eterno inconforme, como el cuestionador implacable de las verdades absolutas.

Este tránsito del filósofo por las sendas de las refutaciones se remonta, en el mundo occidental, a los albores de la filosofía griega con los presocráticos. Heráclito, en su búsqueda metafísica, conceptúa el ser como algo incapturable o como aquel hálito que es y al mismo tiempo no es dentro de un panta rei o un fluir eterno e inexorable. Parménides objeta este tipo de filosofía, ya que no intelige cómo el ser de manera simultánea puede ser y no ser, ya que el ser es y el no ser no es. De esta forma, el filósofo de Elea no sólo escinde el problema metafísico en dos mundos, el del ser y el del no ser, sino que además funda el primer postulado de la lógica que siglos después desarrollará Aristóteles.

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