(Artículo de Jaqueline Alencar)
Si queremos constatar que la misión de Jesús fue integral, leamos los evangelios. Él enseñaba pero también se preocupaba de la sanidad de los enfermos, por sus necesidades físicas y emocionales. Contempló la totalidad del ser humano en todos sus aspectos. Durante los tres años de su ministerio no nos deja con dudas en cuanto a que se decantó por los excluidos y marginados, carentes de cualquier derecho. Él les daba vida. “Porque no había venido para llamar a justos sino a pecadores”.
Y vida es lo que vino a traer. Y el que tiene esta vida puede abrir los ojos para ver con claridad y comprender cuál es el modelo de misión que dejó impreso Jesús. Un modelo que nos lleva a identificarnos con el prójimo, valorándolo como lo que es: hecho a imagen y semejanza de Dios; a superar las excusas de que nuestros medios son escasos, y que la cantidad de hambrientos que existen en el mundo nos supera; debemos evitar el ser igual a los otros que pasan de largo. Porque cuando a Jesús le preguntan en Lucas 10 sobre la salvación, él contesta con la parábola del Buen samaritano; y esa imagen vale más que mil palabras. Como cristianos, o sea, seguidores de Cristo, seguro que no pasamos de largo cuando escuchamos que 950 millones de personas se acuestan con hambre cada día; que 1.000 millones residen en viviendas precarias; que cada minuto muere una mujer por complicaciones como consecuencia del embarazo; que 2.500 millones no tienen acceso a servicios sanitarios adecuados y por ende mueren cada día 20.000 niños y niñas. Y sobre todo, no tienen una relación con Dios. ¿Son ellos nuestros prójimos? ¿Al día de hoy me es lícito hacer esta pregunta?
Pienso que no; nada más ver la línea de acción de Jesús, que se nos hace más evidente mientras va recorriendo pueblos y aldeas… anunciando las buenas nuevas del Reino, curando enfermos, quitando demonios, dando de comer. Demostrando su poder ilimitado e ilustrándolo como en el milagro de los panes y los peces, cuando ante una multitud de cinco mil personas, dejó claro que para él no había imposibles. Ante los argumentos e impotencia de sus discípulos, al ver a la multitud expectante, les dice que “les den de comer”, como si nada… Mt. 14.16. Estos dudan ante la escasez de alimentos, pero de pronto tienen una oportunidad más para constatar que estaban al lado del mismísimo Hijo de Dios; que ese era el Mesías esperado aunque no hubiera llegado con la opulencia que todos esperaban. Y aun hoy lo esperan. No hay duda, Él tuvo compasión de los que le seguían, sabía que sus necesidades espirituales iban muy de la mano con las otras, las físicas, las emocionales, las de relaciones. Les dejaba otra pauta más a seguir para cuando Él ya no estuviera. Para nosotros.
Si tú y yo no lo sabíamos, agarrémonos a su modelo. Sin reservas ni cronogramas, sin buscar argumentos que puedan ser invalidados por la Palabra que nos recuerda la frase amor al prójimo como si fuese un estribillo para que no lo olvidemos. Sí, porque hablar de Misión Integral es hablar de la evangelización pero no sola, sino unida a su demostración, la compasión. Porque no hablamos solo de realizar una buena obra; hablamos también de la espiritualidad que la sustenta, pero de esa que no se queda solo en eso, sino que se prolonga a todo lo que nos rodea, se preocupa por los temas que afectan al hombre como la injusticia social, la pobreza, la marginación, los sentimientos, etc. Por ello debemos preocuparnos por atender a ese hombre de forma integral para que pueda ser transformado y luego agente de cambio que a la vez transforme a otros, transforme su entorno, todo lo que toque.
Y no hablamos sólo de suplir una necesidad, debemos saber por qué lo hacemos, qué nos impulsa a ello. Y aquí entra en juego el contar con un sustento teológico para esa vertiente social de la misión dejada por Jesús. Como lo hizo él antes de iniciar su ministerio público en Lucas 4, cuando cita al profeta Isaías. Y todo queda claro cuando leemos con honestidad lo que dicen las Escrituras. Y es justo ahí cuando adquirimos el compromiso de adherirnos a las reglas de Su compasión, de modo que no vayamos a la deriva, arrastrados por nuestras propias estrategias. Así como él tenía de antemano un plan establecido y un propósito claro, nosotros también debemos secundarle. Echar mano de todo medio que nos lleve a realizar de una manera organizada nuestra tarea, buscando eficacia y eficiencia. Pero que esta eficacia y eficiencia no nos haga olvidar que tratamos con personas, amadas por Dios y que deben tener su oportunidad, como nosotros, de reconciliarse con Él. Personas que tienen unas necesidades y éstas son importantes y muchas veces urgentes; tal vez tocará suplirlas en días de reposo. Ya lo dijimos, no nos limitemos, o mejor, no le pongamos límites a Dios, usemos sus recursos.
Para atender las necesidades observadas, debemos afianzar nuestro compromiso. Si hemos percibido con nitidez acerca de la forma cómo apacienta Jesús, tan bellamente detallada en el Salmo 23, sabemos que significa proveer, compartir, curar, coger en brazos, cargar, guiar, enseñar… Pensar en el otro y ya no en ti. No, no es fácil. El seguimiento tiene un coste alto. El que tuvieron que seguir los discípulos; como cuando Jesús se fijó en un recaudador de impuestos, Mateo, y le dijo: Sígueme (Mt. 9.9). Y éste se levantó, lo dejó todo y le siguió. Y no faltaron los que sembraban la discordia: los fariseos y los maestros de la Ley que no entendían nada de nada porque nunca habían experimentado el cambio. No entendían la misión de Jesús. Otros, leemos también en Mateo, a su llamado dejaron las redes, su trabajo, todo, y le siguieron.
Y seguirle implicaba andar en sencillez, confiando en la provisión de Su padre; estar a la intemperie, sujetos a las críticas, ser tildados de locos. ¿Quién en su sano juicio lo deja todo por seguir a uno que solo se junta con pecadores y marginados?, dirían. Hoy también. Pero vale la pena el seguimiento. Jesús no les dio un plazo de un día o un mes para que se lo pensaran; no hubo tiempo para despedidas, para enterrar a sus muertos o limpiaran la casa. Se comprometieron sin vacilaciones, dejaron atrás el individualismo, el apego a cosas materiales. Porque incluso la nada tendría que ser compartida; ¡ojo! Con cercanos y desconocidos. Repartir los escasos panes y peces que podrían saciar su hambre, solo la de ellos. Y a compartirlo no solo con los hombres sino también con ciudadanos de segunda como lo eran las mujeres, los niños y los extranjeros. Trastocando toda una forma de vida. Era retador. No, no es fácil. El coste es muy alto. Que Dios nos ayude a pagarlo. A amar como Él, tener paciencia, compasión, tiempo… como Él. Que nos ayude a no ningunear su Gracia, porque es cara: costó la vida de su Hijo.
Jacqueline Alencar Polanco (Cobija, Bolivia, 1961), es licenciada en Ciencias Económicas por la Universidad Federal de Mato Grosso (Brasil). Antes de venir a España, becada por la Diputación de Salamanca, trabajó en instituciones públicas en el área de planificación y proyectos de desarrollo. Desde hace varios años, junto con su esposo, se dedica a la publicación y corrección de libros de poesía y ensayo. También realiza traducciones del portugués al castellano para algunas editoriales. Es directora de la revista “Sembradoras”, desde su aparición en el año 2007 y colabora como voluntaria en Alianza Solidaria (AEE). Desde 2010 mantiene una columna dominical en el periódico Protestante Digital, además de colaboraciones esporádicas en Salamanca al Día y Tiberíades.